Había una vez, hace cientos de años en una ciudad de
Oriente, un hombre que caminaba por las
oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida.
La ciudad era muy oscura en las noches sin luna como
aquella.
En determinado momento, se encontró con un amigo. El amigo
lo reconoció y le preguntó: ¿Bruno qué haces con una lámpara en la mano, si tú
eres ciego?
El ciego le respondió: Yo no llevo la lámpara para ver mi
camino. Yo conozco las calles de memoria. Llevo la luz encendida para que otros
encuentren su camino cuando me vean...
No sólo es importante la luz que me guía a mí, sino también
la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella.
Podemos alumbrar nuestro propio camino y también ayudar con
nuestra luz a que otros encuentren el suyo.
Alumbrar el camino de los otros no es tarea fácil. Muchas
veces en lugar de ser luz y alumbrar a los demás, les aportamos nuestras
propias sombras y les oscurecemos y dificultamos mucho más el camino.
Seamos luz y apartémonos de las sombras del desaliento, la
crítica, el egoísmo, el desamor, el odio, el resentimiento..., las cuales no
aportan nada bueno, sino más bien lo contrario.
Efesios 5:8 Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora
sois luz en el Señor; andad como hijos de luz
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